viernes, 30 de octubre de 2015

Los primos

-Mira, allí,  allí. -Jörg señalaba al vacío,  muy lejos, más allá del horizonte. Bandadas de estorninos cruzaban el cielo; algunas nubes colgaban de la montaña, ensombreciendo el pueblo asentado en su valle. Pero, aparte de esto, nada. María fijó la vista a donde apuntaba el dedo de su compañero. Mientras, Jörg le robaba un beso en la mejilla, y María, ruborizada, se tapaba la cara con las trenzas, dos rayos de sol que le alcanzaban la cintura y que hoy llevaba adornadas con lazos rojos, por ser día de fiesta en la región. 
-¡Tramposo, embustero!-gritó la niña, una vez se hubo recuperado de la conmoción. 
María y Jörg se habían criado juntos desde muy pequeños. El infortunio había llegado a la familia del muchacho cuando no había cumplido los dos años. La madre de María y el padre de Jörg eran hermanos y, por tanto,  María y Jörg eran primos en primer grado. Abuelos y abuelas, cuñados y cuñadas, hijos e hijas, primos y primas, sobrinos y sobrinas habitaban la misma casa en buena armonía.  La madre de Jörg poseía una belleza espectacular;  precisamente el padre de Jörg la había conocido porque presidía el comité que la había nombrado reina de la feria de ganado de septiembre. El día de la proclamación, por la tarde, el padre de Jörg la montó sin resistencia en la grupa de su mula parda y la llevó consigo para hacerla su esposa, propósito al que ella se entregó con la misma inercia con la que más tarde dio a luz al primer y último vástago de su menguada prole. Sobra decir que a la legendaria hermosura de la madre de Jörg no acompañaba un intelecto luminoso; parecía que se le hubieran escapado los sesos por los encantadores hoyuelos dobles que en sus carrillos se formaban al sonreír. Por eso hizo lo que hizo, aunque nosotros no la vamos a juzgar. ¡El cielo nos libre de tamaño atrevimiento! Sigamos, pues, con el cuento, que no llegamos. El padre de María era afilador, tornero, herrero, y dicen que en su juventud había sido filibustero. Entonces y después fue embustero, y mucho. Llegó a la aldea con un carromato colmado de mercachifles varios, lociones, ungüentos,  lidimentos y jabones que exponía en la plaza del mercado (sin licencia). Parecía buhonero,  y de los malos. Lo mismo juraba que curaba la calvicie que la rinitis o la sinusitis, el pie de atleta y los sudores fríos. Y luego se iba con una bicicleta, de calle en calle (dos o tres rúas entonces podían contarse), con su flauta y su reclamo: "Afiloooooooooooo y reparooooooooo". Acertó,  por casualidad, a pasar una madrugada por la puerta de la casa de la madre de María,  que a la sazón frisaba los treinta,  y seguía tan soltera como una dama de compañía. Su hermano menor retoño ya tenía,  el infante Jörg, y con más razón la moza entrada en años se dijo "ésta es la mía". Ojeó al viajante, hizo pose de tísica, se desmayó,  cayó en brazos del otro, y cuando despertó seguía siendo vieja (para la época,  estamos hablando de un siglo muy anterior al nuestro) mas ya no moza. Y claro, tuvo que casarse, por mucho que en la misma noche nupcial descubriera qué clase de hombre había por marido. ¡Las uñas de las manos le llegaban al suelo y atesoraba roña en los oídos! La madre de María a punto estuvo (y esta vez sin fingirlo) de perder el sentido. Aún así tragaron todos, abuelos y abuelas, cuñados y cuñadas, hijos e hijas,  primos y primas, sobrinos y sobrinas.  Sobrinas, sí,  porque nació,  cuando Jörg llevaba un año en el mundo, María. María era como una flor, y Jörg, una especie de abejorro que junto a ella siempre revoloteaba. Inevitables son algunos destinos, y el de estos primos fue el de dormir en la misma cuna desde el primer día, respirar el olor del uno en el otro, compartir el baño en la tina de latón y comer de la misma cuchara. ¡Ay! Mientras,  los mayores progresaban en sus relaciones de intimidad. ¡Los matrimonios estaban muy compenetrados! ¡Qué bien se entendían cuñadas y cuñados! Sobre todo la madre de Jörg y el padre de María. Parece increíble que este último, ser horriblemente feo y alma monstruosa, pudiera conquistar la voluntad de la beldad descerebrada, aunque dicen que con Venus la diosa y Vulcano ocurrió lo mismo. En pocas palabras, entraron en tratos (carnales) bajo las mismas narices de los pobres hermanos sus respectivos esposos, quienes les habían acogido y proporcionado techo, alimento y abrigo en un tiempo en que nada de eso existía,  y si se hallaba, costaba más de mil maravedíes en plata. Al cabo, los cornudos descubrieron este poco lucrativo y muy deshonroso comercio cuando sintieron ruidos como de puercos hozando en el granero. -¡Pero si no tenemos puercos!- exclamó el padre de Jörg.  -¡Uno sí hay, aunque ropas de hombres viste!- respondióle la madre de María.  -Hermana, espera, voy a hacerlos salir.- dijo el padre de Jörg. - Con cuidado, pueden estar endemoniados- respondió la hermana,  temblando. -Según gritan, es preciso un exorcismo- observó el padre de Jörg.  -¡Sácalos de ahí ahora mismo!- chilló la hermana, y se desmayó. Al padre de Jörg se le ocurrió una idea incendiaria, y fue a por su tea. Prendió la paja, ardió como estopa, y pronto el granero fue envuelto por las llamas...Ni rastro de los puercos. En su lugar, desnudos y chamuscados,  aún ardientes, los cuñados.
Fue lástima ver partir al buhonero y su buscona. Ella montaba en el carro y él tiraba, a falta de jumento. A ella, que era muy rubia, el cabello se le había vuelto ceniciento, no de limpiar, como la princesa de aquel otro cuento, sino de manchar el buen nombre de su marido (que mencionado no hemos, por cierto). A él,  avieso jorobado, habíale crecido una nueva protuberancia en la espalda, no de trabajar,  sino porque era ahí el indigno lugar donde se le acumulaban los negros humores de su maldad. Quedaron los hermanos peor que viudos, cada uno a cargo del fruto de su amor mundano y nunca, nunca, nunca jamás se volvieron a casar. Tenían demasiado temor a los incendios...Y ahora volvamos a nuestra historia en el punto en que la fuimos a dejar.
Jörg había cumplido dieciséis años en abril; María, quince aquel otoño (no sabía exactamente cuándo,  porque le tomó varias semanas o meses el peregrinaje a través del canal del parto). Jörg era una réplica masculina y vigorosa de su madre, mas mostrábase inteligente y vivo como un ratón de campo. Además,  poseía la vista de un águila y el olfato de un perro de presa. Sus cabellos platino, muy suaves y levemente ondulados,  caían sobre los hombros. Ojos grandes, muy azules, con el centro dorado, que siempre reían.  Nariz pequeña y respingona sobre una boca naturalmente sensual que se abría para mostrar unos dientes simétricos de extraordinario fulgor. Dos hoyuelos por mejilla, impronta de profunda ingenuidad (hay listos muy tontos, yo también soy uno de ellos). La piel tostada de campesino ocultaba partes no expuestas de una palidez lechosa, y allí circulaban venas amarillas, verdes y azules cuya contextura hubiera sido muy bien apreciada en la Corte...De tanto ejercitarse corriendo por los prados tras sus ovejas,  el enfermizo Jörg habíase tornado saludable y, aunque no recio, sí podría llamársele bien formado. En cuanto a la altura, no la sé,  pero creo que le sacaba cabeza y media a su prima, y que ésta se burlaba de él con frecuencia, diciéndole que cuando él cumpliese diecinueve y ella dieciocho, llegarían parejos.
-Querida prima, ¿Qué quieres decir con que llegaremos parejos? La expresión se puede interpretar de varias formas...
Lo que Jörg deseaba de verdad era que esa frase significara "llegar a ser la pareja de María". ¡Qué diantres! ¡Su marido! Y si podía ser antes de los diecinueve suyos y los dieciocho de ella, mejor.
Y es que María era todavía más bonita que la madre de Jörg. El muchacho no se acordaba de su progenitora, pero había visto un retrato de ella pintado al óleo. Uno muy chiquito,  casi una miniatura,  que había descubierto en el cajón del escritorio donde su padre despachaba a los peones. Así,  comprendió que el callado y cabizbajo autor de sus días,  hombre todavía joven y en absoluto desgarbado, seguía enamorado de la que fue su esposa. Muy linda, sí,  pero no tanto como su María. Menos mal que no había salido a su padre, del que la gente decía le daba bastante aire al campanero de Nuestra Señora de París. Pero si bien Quasimodo resultaba ser tan bueno como la Bestia en el fondo,  o como algún  que otro vampiro redimido, el padre de María era sencillamente un íncubo. En cambio ella, ¡Qué culpa tenía! Jörg gustaba de imaginar que María estaba en su madre antes de que llegase el buhonero,  y que esa extraña historia sobre el largo camino a través del canal del parto significaba que la joven se había desempeñado sola, sin ayuda de nadie, hasta llegar a la salida (cualquiera que ésta fuese). Posiblemente habría nacido por la coronilla de su tía,  o por la axila derecha, lugares calientes donde poner un nido...Sus teorías se confirmaban en la ausencia de parecido físico con el íncubo.  María se parecía a su madre, que era rubia (aunque no tanto como la suya propia) y carirredonda. La nariz fina, al igual que los labios; los dientes un poco grandes pero preciosos, cosa que ella sabía y cuando carcajeaba abría sus mandíbulas de par en par, y comenzaba la fiesta de tonos marfiles y rosas. ¡Y las orejas! Tan redonditas,  con esos lóbulos pegados al cuello. No tenía hoyuelos ni venas finas. María era morena de suyo y, cuando llegaba la época del pasto, se volvía más morena todavía.  El contraste entre el pelo claro y la piel oscura era indescriptible. Pero lo más llamativo es que había sacado los ojos de su tío,  el padre de Jörg: agitanados,  con un Lucero en el fondo, tal como fueron aquellos otros antes de haber vivido, amado, sufrido, y perdido.
Ni María ni Jörg sabían que formaban parte de este bodevil, debido seguramente a que no reparaba más que en los efectos de su amistad recíproca sobre sus espíritus, inflamados de un cariño más sincero que el de sus padres, un cariño tan puro y tan cierto como que amanecía y anochecía cada día,  que el lago glaciar se helada a principios de noviembre y que la tez de María semejaban una rica onza de chocolate con leche. Como quiera que el ambiente en la casa era grave y triste (el padre de Jörg había dejado de hablar y la madre de María no paraba de suspirar), los primos trasponían a las faldas de la montaña con un rebaño diminuto compuesto por las ovejas que los pastores ya no querían: ovejas mondas, cojas,  viejas, sarnosas,  estropajosas,  purulentas, locas e incluso escrofulosas. María teníales grande lástima y consideraba que merecían también sus afectos. De alguna manera le recordaban a su padre, a quien nunca conoció,  pero del que su madre hacía tan constante y fidelísima descripción que no pudo encontrar mejor parentesco que con sus pobres rumiantes moribundas. María sólo poseía la mitad del corazón;  no lo sabía,  pero la otra pertenecía a su primo Jörg. Y ambas mitades, perfectas y simétricas,  brillaban como el oro, pues muy nobles eran: ninguno de los primos guardaba rencor hacia sus padres. Es más,  estábanles agradecidos de su llegada al pueblo, porque sin su presencia ellos no hubieran sido (Jörg se enteró de que la procreación requería del consorcio de dos, aunque todavía no comprendía qué tenía que ver en ello el canal del parto, cuán largo era éste y por dónde aventuraba a asomar la criatura). Gustó entonces de imaginar que él y María apacentaban un rebaño de hijos, y tanto gustó,  que cierta vez soñó con los chicuelos. ¡Horror! ¡Eran monstruosos! Carirredondos, sí, con crines albas, también,  pero ciertamente jorobados, con muchos y minúsculos ojos en el rostro,  grandes quijadas de molares regastados y pezuñas en lugar de manos. Casi un quinquenio pasó Jörg alejado de su prima, por si acaso las tentaciones (se había enterado de que si por él era tocada, podía quedar embarazada). María lloraba y lloraba, porque explicación a la actitud de su amado Jörg no encontraba. Ninguno de los dos sabía leer (en aquellos tiempos...), así que consultó a un curandero que moraban en el bosque. El curandero era un hombre muy excepcional: sabía contar hasta mil sin respirar. Se alimentaba de bayas y hojas frescas de cedro y su pelo flotaba en el espacio aunque no hubiera viento. Bien mirado, no era mal parecido: descendiente de indio de la India podía haber sido. Muy cultivado, porque en toda la extensión del reino (un reino de leyenda, que ni existió ni ha existido) nadie, ni siquiera el gobernador, ni mucho menos el prior (entregados al vicio y al fornicio,  sean éstos lo que sean) ninguno digo, había en sus anaqueles lo que el druida enseñó a María. Cuadrado, algo pesado, volátiles pliegos de papel muy fino (no se usaba, por aquél entonces, aún el pergamino ) con dibujos en apariencia pecaminosos pero ¡tan hermosos!: un libro. Mostrábase en todo su esplendor la anatomía humana. ¡Todo tenía explicación! ¡El canal del parto era el canal del amor! María se ruborizó, pero su innata morenez ocultó la turbación que sentía,  y el curandero la inició en los secretos que por tanto tiempo se le habían ocultado. Tan bien lo hizo,  que la joven regresó a la aldea, cantando y sintiéndose como no se había sentido en años. No bien hubo llegado a la casa, llamó a Jörg a grandes voces. -Ha salido, dijo su madre, dando un resoplido. María fuelo a buscar al prado y en efecto, con su piara de ovejas se encontraba. María se regocijó grandemente, y se sentó al lado de su primo tocándole un poquillo la frente. -No te hayas de asustar, primo, que un golpe mío no te va a engordar, ni uno tuyo a mí tampoco...sin embargo, hay que casar. Cuanto antes seamos marido y mujer, antes conoceremos la dicha. ¿No crees? -Sí- respondió Jörg, extasiado. El encuentro con el curandero fue obviado, y el cura de prisa llamado. ¿Quién iba a pensar? Todos creían que los enamorados,  de amor, no podían esperar...
Nueve meses después nació un niño. Tenía una apariencia extraordinaria: respiraba una vez de cada mil, sus cabellos flotaban en el espacio, aunque no hubiera viento, y diríase descendiente de indio de la India. Bien mirado, no era mal parecido,  pero sus gustos resultaban ciertamente extraños: se alimentaba de hojas de cedro y agua de bayas...-¡Qué hijo tengo! ¡Qué hijo tengo!-se decía el infeliz padre putativo,  aspirante a señor de los ciervos. -¡Suerte la mía que no haya salido al padre de María!



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