martes, 20 de octubre de 2015

Megara

Contemplando estos caminos extasiada
incertidumbre, vuelvo a ti.
Envuelta en mil velos, escondida,
disfrazada de mendiga y huyendo
me he asomado
a la escalinata del ágora
y no estabas allí.
Pregunté en el mercado.
¿Dónde se halla el oikistes de la barba negra
y los ojos lucientes?
"Fundando una ciudad",
respondióme la florista.
"En el mundo, ése es su cometido".
Y suspiraba de amor un poco
ruborizándose su lechoso rostro.
¡Oh, ostrakon que me expulsó de mi patria!
¡Tú,  héroe,  y yo proscrita!
Todo comenzó hace veinticinco años.
Nací en aristocrática cuna, pero al cabo
mis padres murieron,  y
me criaron extraños, lejanos parientes
por parte de mi madre Olimpia.
Decíanse sucesores de Alejandro
supervivientes a la matanza de Casandro.
Entre éstas y otras mentiras crecí,
aumentando en hermosura
y menguando en fortuna.
¡Los malvados parientes la querían toda para sí!
¡Oh, Zeus tonante,  no hay castigo para ellos!
Me expulsaron de mi casa como a un perro.
Era invierno;  nevaba, sangraban mis pies y mis dedos.
Corrí hacia la nada, porque me envolvían
el misterio de las sombras y la niebla,
que me cegaba.
Hasta tal punto lloraba y se agitaba mi ser,
que no sentí cómo dos brazos me agarraban; en ellos
me desvanecí.
Sólo tenía nueve años
cuando el amor conocí
en unos ojos que cuando mis ojos se abrieron
besáronme en silencio.
Me estremecí.
Era un joven de unos quince años,
pero ya con la hechura de un hombre.
Me pareció más hermoso que Apolo:
júzguenlo ustedes mismos.
Miren este retrato.
Apeles de Cos dicen que lo hizo.
Parece que respira...
¡Por los dioses, no me sentencien todavía!
Escuchen, clemencia es virtud de jueces
y paciencia atributo de sabios.
Cuando llegué a la edad núbil nos casamos
y vivimos un tiempo en la casa paterna
hasta que mi esposo completara el servicio militar.
Pronto comenzó a destacar en el oficio
y llegó al grado de general.
Con el ascenso vino el traslado,
mientras que yo, en estado
de buena esperanza,
me empeñé en acompañarle
a su nuevo destino,
con tan mala fortuna
que por el sendero caí del asno
y la criatura se malogró.
No había una partera
en toda la extensión de tierra alrededor
que a mi dolor pusiese fin.
¡Junto al hijo no nacido quería morir!
Terribles días pasaron,
no recuerdo cuántos.
Sólo esos brazos firmes,
esos ojos amorosos brillando a mi lado.
La fiebre me consumía,
mi pecho ardía:
era preciso un remedio.
En medio de las montañas
una bruja vivía,
y ella, con sus pócimas y ungüentos,
me rescató del Hades.
Ni un óbolo quiso cobrar;
contentóse con un pañuelo azul
 que yo llevaba.
"Para ver el día por la noche",
dijo, desapareciendo entre la maleza.
¡Sabía naturaleza, que no me permitió engendrar más hijos!
Nada más llegar a nuestro nuevo hogar,
el general me dio una soberana paliza.
Me acusaba de haber perdido al niño aposta
y de haber hecho un pacto demoníaco con la bruja
para secar mi vientre.
"¡Mientes!", rugí,  escupiendo sangre.
Marchó,  dando un portazo,
pero el latido de mi corazón ahogó
su espantoso sonido.
(¡Hera en el Elíseo,  a ti te convoco!
Si no me equivoco, estos nobles varones
sentenciádome han.
Los ha comprado el general).
Escapé,  corrí,  al barro caí.
En el Leteo me bañé,  de sus aguas bebí,  olvidé.
No sabía quién era; acudí a la pitia
y me reveló,  en un espejo de plata,
que el general, mi esposo en otro tiempo,
iba de un extremo a otro de la Hélade
fundando ciudades, y a todas
bautizaba con mi nombre: Megara.
"Así expía su pena, porque muerta te supone.
Amándote sigue, huyendo de sí mismo, asustado,
creyendo haberte matado".
La pitia salió de su trance;
el oráculo había hablado.
Yo me apresté a buscar a mi marido.
Ante la Asamblea me presenté
y dije mi nombre.
Hubo gritos, hubo aullidos.
No eran magistrados, eran lobos
los que en su cátedra había sentados.
Yo explicarles quise
a estas conspicuas bestias;
no me dejaron.
Denunciáronme por abandono del hogar
y al destierro me condenaron.
Megara consorte de Mnemón me llaman.
Mi madre fue Olimpia,  mi padre Hefesto.
Todos en Atenas fuimos nacidos y criados
temerosos de los dioses,
obedientes y altivos.
¡Yo vine aquí a perdonar a mí marido!
Para que la paz encontrar pueda
y luego, cada cual siga su vía.
¡Alegría,  por ahí llega!
Pero, ¿Qué es lo que veo?
Consumido y enteco,
es un espectro de quien era.
Voy, señores, a despojarme
de mi disfraz tan perfecto
que a propios y extraños engaña.
Entonces sabré si me reconoce.
(Esto es lo que ocurrió:
¡Mnemón prorrumpió en un grito
sobrenatural que nuestras cabezas
heló!
Se acercó a mí temeroso,
el rostro me tocó.  "Perdón", susurró.
"Perdón", y se desvaneció.
Imagen de un sueño que en la sala
de audiencias todos los presentes
contemplamos.
Al día siguiente, llegó un correo:
"Mnemón el oikistes, célebre ateniense,
ha muerto en su cama, rápida y dulcemente,
llamando a Megara,  la su esposa..."
La sentencia de los jueces fue:
"Él ya no existe; ella hace mucho que tampoco.
Montemos en la barca de Baco, y brindemos").
He abierto las ventanas de mi casa.
¡Dioses!¡Cuánta luz!


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