miércoles, 7 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 4

Jean y Bertrand me enseñaron a leer y a escribir por mediación de mi Padre. "Es gran lástima que una muchacha tan despierta no sepa dibujar ni su firma. Si queremos pedir audiencia con el Delfín,  ¿Habrémosle de entregar un pergamino rubricado con una X?" Y ambos me miraron significativamente,  y yo sentí un calor muy extraño en las palmas de mis manos, como si una esfera de fuego se hubiera aposentado en ellas, y me daba una fuerza y un deseo de aprender que no sentía desde mis años mozos, cuando acarreaba las aguaderas. No fui yo, sino el Espíritu, quien se expresaba a través mío, como también era el Espíritu quien movía los remolinos de los ojos lacustres de Jean. La rueda infinita nos hace partícipes de una sabiduría que no nos pertenece...Aprendí a leer y a escribir, gracias a Dios.
Debíamos atravesar territorio enemigo y no estaba, para mis hombres, muy clara la empresa. Mi viejo vestido rojo, ajado y despojado casi de su tonalidad originaria, mis luengos cabellos, ¿no serían un reclamo para los lobos ingleses?, se preguntaba Bertrand.  "Y tu belleza, Jeanne,  tu belleza, que querrán poseer como aquél que arranca una flor de una corona virginal". Me descompuse, porque de entre todos mis planes tácticos convertirme en diana humana no era el más acertado. Entonces me acordé de la visión en el jardín, la armadura con el estandarte real, y pregunté a Jean: "¿Puede una mujer convertirse en un hombre?" Jean me miró con fiereza, pensando que, contagiada por el ocurrente Bertrand,  le estaba gastando una broma. Pero yo le sostuve la mirada, firme, como hacen los hombres, y la expresión de Jean cambió: " Vestirás el traje de uno de mis soldados, y con la guía de Dios, te conduciré ante el Delfín". Mientras aplastaba mi pecho con gasas y cortaba mi pelo a lo garçon sentía que, por fin, había entrado en la senda de mi destino.
Al cabo comenzó la extraña peregrinación a través de territorio enemigo, y desde Vaucouleurs,  cuyos habitantes habían confeccionado un traje de guerra adecuado a mis proporciones,  llegamos, cabalgando de noche por páramos y valles, hasta Auxerre. Allí,  acampada frente a las murallas de la ciudad, soñé con una bella dama o virgen toda de piedra, menuda de talle y muy pequeña de cuerpo,  la mano derecha entre los senos, la izquierda recta y pegada a la pierna. Llevaba una túnica con formas geométricas,  adornada con una media capa y cinturón ancho.  La abundante melena trenzada en redecillas simétricas remataba en adornos circulares.  Los broches,  pulseras, brazaletes, ajorcas y otros adornos eran de oro macizo. Sonreía, mientras decía: "La Doncella a mí también me llaman; Perséfone tengo por nombre y rijo invierno y verano.  Por matrimonio soy reina del Inframundo. Allí te espero". "¿Y mi dios, no podrá salvarme?", le pregunté.  "Dios es el Amor. El Amor es Dios. Está en todas partes, por eso puedes venir conmigo que no te ha de faltar eso que buscas", respondió el ídolo pagano. "Mil veces no, porque ya lo he encontrado", dije yo. Y le cogí su frío brazo de piedra, el que tenía cruzado sobre el seno, y me lo puse de manera que los cinco dedos inertes tamborileasen con el movimiento rítmico de mi corazón. "Aquí está", proclamé,  y la visión o sueño, lanzando un aullido, se esfumó. 
Pero yo quería volver a verla y a la mañana siguiente entré en la ciudad hostil muy camuflada con las ropas de las campesinas de la región. Participé en la santa misa de la catedral sin que nadie me viese por mediación de Dios,  y por mediación de Dios yo lo vi todo. En el altar había un enorme medallón de la Virgen, y a través de los encajes de mi velo se me representaba su efigie siempre cambiante, de manera que muchos siglos de historia pasaron ante mis ojos, y yo sentía que mis pupilas se dilataban, para que cupieran en ellas la serpiente y Eva nuestra primera madre, Cleopatra y el áspid, la Pucelle y el rayo de fuego prendiendo en sus pies...como ellas era sin duda una pecadora, porque había nacido con una mácula en la frente, una mácula invisible,  como los amigos de mi infancia, pero existente. ¿Redimiría esta mancha mi muerte segura, al final de todas las batallas? La dama de piedra, a quien buscaba,  y de quien obtendría la respuesta, no estaba,  y no pude preguntarle. 
Cuentan que en Sainte Catherine de Fierbois obré un milagro.  ¿Quién puede sostener tal patraña? No hago milagros, pues muchacha y bien simple soy. Pero otra vez mi Padre Celestial se puso a mí lado, y me susurró lo que dije en alta voz y maravilló a los congregados.  En la iglesia de esta localidad, un edificio alto y esbelto, de doble nave y claristorio con ventanales por donde los rayos de sol entraban a raudales, me quiso la clerecía ofrecer una espada nueva, recién salida de la fragua y pesada como una alpaca de paja. Agradecí con humildad el hermoso presente, pero dije que no podía aceptarlo. "Mi espada es una que hay enterrada en el altar", me excusé. "¿Qué sabéis vos de espadas enterradas, Mademoiselle Jeanne? ", inquirió un diácono.  "Nada sé,  excepto lo que me ha revelado mi Padre.  Si juntáis vuestras fuerzas y levantáis las tres baldosas amarillentas junto a la mesa de ofrendas, veréis que el intento no habrá sido en vano", insistí.  Así de confiada yo estaba en Dios, que era mi Padre,  que convencíles de profanar suelo sagrado. Y bajo él,  algo herrumbrosa,  pero entera y ligera, yacía mi espada. En la hoja, una inscripción: C.M. "¿Qué significa? ", le pregunté al que parecía más docto entre todos los hombres de esta iglesia: "Sí no me equivoco, es la mismísima hoja de acero que un lejano día blandió Charles Martel", respondió. "Entonces,  no soy digna de ella", dije yo, con gran pena. Pero, aquella noche, en el campamento,  junto a mí catre, volví a encontrarla, como si siempre me hubiera estado esperando, y cuando la empuñé,  fue como si formará parte de mí.  La levanté y rendí honores a Francia, y luego me arrodillé para rogar a mi Padre que la liberase de su cautiverio.


Fuente imagen: reepot.blogspot.com


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