viernes, 16 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 8

Pero más o menos en estas fechas comenzaron mis desavenencias con el Rey. Él no quería hacer caso de las voces, que reclamaban una lucha constante para vencer en batalla al angloborgoñón y para conquistar la Francia ocupada por el enemigo. Así,  a la vez que paulatinamente se deshacía de mí,  iba articulando una red de alianzas con las diversas casas nobiliarias del país,  con la vista puesta en una paz con los borgoñones,  y así contar con mayores bríos para expulsar a los ingleses. Y se vendió, como una meretriz, y me traicionó, a mí y a mis hombres tan leales a su causa, y cuyas victorias habían colocado al voluble Delfín en el trono de la flor de lis. ¿Y qué obtuvo a cambio? París,  y fue nuestro mayor adversario, el duque de Borgoña,  el que puso en sus manos las llaves de la ciudad. Y todo esto contraviniendo las voces, desoyendo a Dios...
Mas yo entonces no lo supe, porque se fraguaban los pactos a mis espaldas, y mucho me inquietaba la laxitud del Rey y su decisión de desmovilizar, desarmar y dividir al ejército en zonas de influencia.  Permanecía en la corte real de Mehun como un gato encerrado, más y más acorralada, más y más triste. Y mis voces no me hablaban...Sola en espíritu,  como solo en espíritu debió sentirse el Hijo del Amor en el monte de los Olivos,  organicé una nueva campaña militar, y fui hasta Bourges para reclutar hombres y juntos atacamos Saint Pierre. Aunque eran pocos los que me acompañaban en la empresa, conseguimos cercar y rendir el sitio y pasamos al asalto de La Charité. Para ganarla pedí refuerzos al Rey y a las ciudades aliadas, pero nunca fueron suficientes y hubimos de abandonar el sitio, puesto que el invierno era llegado, y luchar contra él se me antojaba peor que luchar contra el más fiero enemigo.
A mi Rey le enfureció conocer que su reciente amistad, el duque de Borgoña, jugase a dos barajas, pues mientras pactaba con él la entrega de ciudades a cambio de una dudosa neutralidad, continuaba su luna de miel con Inglaterra. Esto mis voces no lo hubiesen consentido, así que, oyendo sólo a mi conciencia, e informada ya de todo por mis leales Jean y Bertrand,  y sin importarme lo que el Rey pensase, volví a tomar las armas, una vez finalizadas las treguas. ¡Ya era hora de presentar batalla! Una fina mañana de marzo, volví a ajustarme las hebillas de mi pulida armadura, y a empuñar el pendón de la nación sagrada en la que creía tanto como en Dios, y enfilé hacia Compiègne con mi minúsculo batallón. ¡París nos esperaba! Jean, Bertrand,  ¿Os acordáis? Vencimos en Lagny, auxiliados por un destacamento de mercenarios de origen itálico. ¡Cuán dulce su acento! Grazie a Dio! Grazie a Dio!, clamaban, mientras hundían sus espadas en la tierra húmeda,  y rezaban.
Mi cabeza estaba ahora saturada por voces que me pedían insistentemente seguir guerreando.  "Será la última vez,  Jeanne, que pones tu resistencia a prueba. Tu última victoria en honor de Francia libre", decían. Las tropas armagnac bajo el mando de la Pucelle se enfrentaron a los mercenarios borgoñones de Franquet d'Arras, quien al rendirse me ofreció su espada: "Señora, creo que con ella abriréis la puerta que conduce al Reino de los Cielos, después de haber sometido a vuestros enemigos por su mediación". Con estas palabras,  tan humildemente dichas, se convirtió a mí causa, aunque era tarde para él. Fue ajusticiado por un oficial de Senlis,  y llegó al Paraíso mucho antes que yo...
El duque de Borgoña se había burlado del Rey Charles hasta tal extremo, que utilizó los pactos y alianzas para ganar terreno, y tanto era así que se acercaba hasta la villa armagnac de Compiègne. Fue un esfuerzo casi sobrehumano reunir las tropas en su derredor,  y no pude impedir el cerco impuesto por los enemigos. Antes de llegar a la ciudad, atravesamos un bosque oscuro, en el que sólo se distinguían el brillo de los ojos de los zorros y los búhos,  el fúnebre ulular del viento entre las ramas y muchos lamentos y quejidos que no sabía de dónde procedían,  y quizás sólo estuvieran en mi cabeza, que daba vueltas y estaba como afiebrada. ¡Pero el pendón de Francia seguía levantado! ¡Había que continuar adelante!  Y así,  débil y enteca,  quitéme la armadura (¡Cuán holgada me quedaba ahora!), y con mis ropajes de sencillo muchacho me encaminé hacia Compiègne.  "¿Qué hacéis,  Jeanne? ¿Habéis perdido el juicio por completo? ". Y eran los remolinos lacustres en la mirada de Jean los que me censuraban. Pero yo no sentía vergüenza,  porque no era un niño pillado en falta, sino la Hija de Dios. Y no me detuve, y pasé el resto de la noche con los habitantes de la villa,  y pude comprobar cómo eran cruelmente asediados, y pedí a mi Padre que tuviera compasión de ellos,  así como del enemigo que los cercaba. 
En la iglesia recé muy fervorosamente,  y me encomendé a mis santos y ángeles protectores. Luego me reuní con el lugarteniente de Compiègne,  De Flavy, con la intención de diseñar la estrategia de ataque contra el borgoñón,  en un puente en las faldas de la muralla. Fue una lucha muy enconada, y los borgoñones resistieron como un sólido muro de hormigón, si bien logramos ponerlos en fuga en varias ocasiones, cuando éstos se dejaban vencer por el cansancio y no eran capaces de actuar como si fueran uno solo. Con trampas nos rodearon y en emboscada caímos; de poco sirvió el auxilio prestado desde las murallas. Aunque mis tropas me reclamaban volver a la ciudad, yo di orden de proseguir el ataque. Pronto cundieron el pánico y el caos; nadie sabía dónde dirigirse; una visión azul y horrible de brazos y cabezas,  de gargantas cercenadas,  de niños exánimes velados por sus madres desconsoladas, de animales gigantescos y deformes, acudió a mí.  "No, esto no es Gernika, pero se le parece", pensé,  sin saber exactamente qué quería decir esto que había pensado, y volví la grupa a toda velocidad. Las voces también hablaban en idiomas desconocidos para mí. 
Tan pronto como esto los borgoñones vieron, quisieron tomar el puente, y fue entonces cuando De Flavy se cubrió de deshonor cerrando las puertas de la ciudad. Lo cierto es que el miedo, ese sentimiento humano,  que yo tan bien conozco, le movió a hacerlo. Quiso proteger Compiègne a toda costa, y lo consiguió. Lo malo es que la Pucelle y las tropas armagnac quedaron fuera. Al menos tuve ocasión de sacar al león que hay en mí. Peleé con todo el coraje y la bravura de una moza de dieciocho años. Peleé con apasionamiento,  con desesperación,  con angustia y con ira. La ira de Dios...Los angloborgoñones me tenían a su merced, y sólo era cuestión de horas el capturarme.  Cinco (para el caso, cinco mil) gigantes me echaron el lazo. Me golpeaban mientras yo me revolvía como una alimaña lanzando puntapiés que hicieron sangrar a más de uno, me golpeaban y yo buscaba a Dios...en sus ojos no estaba. Por fin uno que se hacía llamar Lionel,  Bastard de la Vandonne, consiguió desengancharme del caballo, y me redujo. No fueron necesarios medios para amedrentarme,  porque yo era un despojo, un espectro de mí misma. Era rea de muerte, y lo sabía. 


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