lunes, 12 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 6

La leva fue muy rápida debido a mi fama crecida y al entusiasmo que lograba contagiar entre los antiguos y nuevos soldados. Al paso de nuestras tropas por los campos de cultivo, los campesinos dejaban atrás sus yuntas de bueyes, sus arados y su existencia cotidiana y tranquila para plantar la semilla de la libertad en Francia, y contemplaban en mí un símbolo que se desplazaba veloz a lomos de su caballo a pesar de la armadura...una armadura completa, tan clara como la plata, algo más ligera que la de mis hombres por haberse maridado en ella el acero con el estaño. ¡Oh, cómo ondeaba el estandarte real de Francia en mi brazo derecho, que tal parecía esta moza sin luces nacida para moverlo,  sin fin, ante los enemigos, los temidos borgoñones,  franceses traidores, y los ingleses sin fe! El estandarte haría inclinar la cabeza de sí Walter Gladsdale,  jefe de la guarnición inglesa en la Tourelle,  el fuerte mejor defendido de Orleans.  Dios estaba de nuestro lado, ganaríamos a mayor gloria suya, y de tal suerte no dudaba un instante, porque las voces lo habían dictado. Era justo y necesario. Pero de lo que no me hablaron nunca era de la sangre derramada...
Sodoma y Gomorra parecían lugares encantadores y vigilantes de la fe al lado del campamento armagnac bajo el mando de Dunois, el llamado Bastard d'Orleans. Allí, a las puertas de la ciudad sitiada, no había orden, sino libertinaje, y los hombres y sus soldaderas habían olvidado por completo a Dios. La blasfemia era moneda corriente, soldados y mujeres se perseguían unos a otros para proseguir sus actos pecaminosos en la oscuridad del bosque, se jugaba a las cartas y se hacían apuestas mientras se bebía tanto como podía caber en ciento y un cueros de vino, y no era raro que el que perdiese acabase tan pelado (de ropas y dineros) como esos cueros...En demasía me conmovió el estado de las tropas, y a tanto llegó mi preocupación que me entrevisté con Dunois y le solicité amable pero rigurosamente que pusiese fin a tan grande ofensa a nuestro Padre Celestial.  "¡Voto a Cristo!", rugió le Bastard. "No sois quién para darme órdenes". No mucho hube de parlamentar con él para convencerle de mi misión sagrada. Jean y Bertrand se postraron ante mí,  y con ellos las tropas que me había concedido el Delfín,  y después los campesinos que se habían unido a nosotros en nuestro viaje a Orleans,  uno por uno, grandes y chicos, caudales y afluentes, señores y vasallos, siervos y mendigos. Los del campamento,  que habían parado un instante en sus juegos,  no salían de su asombro. Ordené a todos los arrodillados levantarse, pues a quien tenían que rendir pleitesía era al Altísimo,  y me dirigí al babilónico Edén de le Bastard: "Hermanos míos,  Dios me ha dicho que venceremos al enemigo y que ganaremos Orleans para Francia. Mas antes debéis vencer vosotros al demonio y expulsarlo de vuestros cuerpos y de vuestras mentes. Quiero que tres cosas sean cumplidas aquí y desde ahora: no pronunciaréis el nombre de Dios en vano, no jugaréis ni con el azar ni con la carne, y no os juntaréis con mujeres. Éstas deben abandonar inmediatamente el campamento y entregarse a tareas más útiles para la patria, como son trabajar la tierra y criar a los hijos que de vosotros han parido. Sed conscientes de que participáis en una misión divina, y de que vuestros sacrificios serán recompensados, en este mundo o en el otro".
Se oyó un clamor en el campamento,  un clamor de soldaderas huyendo con las criaturas en el regazo, de mesas de naipes tiradas por los suelos, de rudos hombres sin ley ni Dios rezando el Padrenuestro tal como lo rezaban los primeros cristianos.  "¡Pucelle,  Pucelle,  ayúdame a ser bueno!", gritaba uno. "¡Ayúdame a ser bueno, te lo suplico". Y se postraba de hinojos abrazando al cielo, como si la luna fuese una rosa blanca y quisiera ofrecérmela. Éste era Dunois,  le Bastard d'Orleans,  y después de él, vinieron todos los demás que conformaban su regimiento,  y hacían la señal de la cruz y rezaban en latín vulgar, para que su oración nos alcanzase no sólo a nosotros, sino a toda la humanidad. 
Vencimos ésta y otras campañas que nos franqueaban el paso hasta el norte, y el territorio de la Francia crecía a costa del inglés y del inicuo borgoñón. No tuve que hundir mi espada en pecho enemigo en ocasión alguna; la Doncella era una especie de soporte moral, el estandarte mismo que blandían mis tropas antes de presentar batalla. En cambio yo sí resulté herida, pero no dejé que el dolor me cegase, y lo convertí en martirio y penitencia; aquello me dio fuerzas para subsistir en un mundo masculino y sin modales, aderezado por una tosca fe tan superficial como una pátina de hielo. En fin, liberada Orleans,  capturamos los puentes de Jargeau,  Meung y Beaugency y venimos en Patay;  el territorio se dividió en dos y los angloborgoñones ya no pudieron seguir con sus planes de invasión.  Las voces se hicieron muy recurrentes entonces y me pedían que el Delfín fuese enseguida coronado, y que no atendiera a quienes temían a las guarniciones enemigas apostadas en las ciudades por las que habríamos de pasar hasta llegar a Reims.  Y en todas la población se sometía de buen grado, con negociación o sin ella;  ni desenvainamos los sables ni reinó la violencia. Parecía que la Paz de Dios se hubiese impuesto,  y que Dios mismo nos conducía al lugar de coronación de los soberanos de Francia que fueron, han y habrán sido. Charles le septième! Saludaba alegre la golondrina de mi corazón. 


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