jueves, 22 de octubre de 2015

Riley

Un esfuerzo mnemónico profundo saca a Riley de mis recuerdos.  Mujer alta, seca, sin formas, cual árbol sin hojas, pura corteza. Ojos negros, brillantes como puñales, en los que se concentraba la vida que en el cuerpo inerte se resistía. Cabello largo, como una noche de invierno, que recogía en sencillo moño sin lazo, y para dormir desataba y ordenaba en dos trenzas perfectamente simétricas. Jamás se cepillaba;  ni siquiera tocador tenía,  ni peines ni espejos de alpaca en toda la extensión de su cuarto, que ocupaba, en calidad de heredera, la última planta. Para terminar con su prosopopeya, diré que Riley era inteligente en grado sumo: a los cuatro años dominaba las lenguas extintas; a los ocho las que aún eran habladas en toda la extensión de la tierra. Con doce años formulaba ensayos científicos y con quince componía sinfonías y dibujaba maravillosos paisajes salidos de su imaginación. Aún se conserva uno en la casona: es un lago de aguas rojizas, orillado por juncos verdes y amarillos inclinados ante un pie que los pisa sin hacerles daño. El pie, también verde y amarillo, se dirige hacia el agua, mientras las gotas salpican y parecen mojar al espectador. El efecto es tan realista que dan escalofríos. En la otra orilla, seres acuáticos,  mitad anfibios, mitad humanos, esperan al pie que ha iniciado el camino hacia ellos...
Riley era mi hermana. ¡Pero qué diferente a mí,  dioses del cielo, y yo qué diferente a ella! Era la mayor, y durante muchos años, la única. Mis padres perdieron la esperanza de concebir un nuevo hijo, el ansiado varón,  y testaron a favor de ella todos sus bienes. Querían protegerla porque ya sabían que Riley no se casaría nunca, y no pensaron que quizás...
Llegué,  finalmente,  contra todo pronóstico. Rubia, gordezuela, bobalicona, con una hechura bajo mi traje de la campana menor de la iglesia de San Patricio. Desprovista de patrimonio y de ingenio, me educaron para servir a mi marido. ¡Pero yo ansiaba ser como Riley! Me colaba en su cuarto, me ponía sus  vestidos, estudiaba sus paletas de pintor, leía -sin comprender- sus partituras o examinaba durante horas los líquidos de las probetas de su laboratorio. ¡Tenía tantos libros! En una ocasión quise coger uno, y se me vino encima la repisa. El ruido alertó a Riley y como por arte de magia voló desde el jardín hasta la biblioteca. Allí estaba yo, con una expresión culpable en el rostro y la frente contusionada por el golpe. Nunca olvidaré sus ojos.  ¡Parecían cuchillas! No dijo nada a nuestros padres, pero desde entonces la puerta de su alcoba siempre estaba guardada con llave.
Sí...ahora me viene...el fuego verde. Era la tarde de mi noveno cumpleaños. Mamá había invitado a la tía Linda de Sussex y a sus niños. Me encantaba su pequeña familia. Los mayores eran más o menos de mi edad y a los bebés los cuidaba, les cambiaba e incluso les daba el biberón. Jugando estábamos en el jardín trasero cuando algo en la última planta llamó mi atención. Un diminuto incendio se había declarado en las habitaciones de Riley,  sólo que las llamas eran de un verde intenso, y no desprendían humo. Un gemido inhumano se alzaba muy nítido en el cielo. Pensé que Riley estaba en peligro y corrí,  corrí, por las escaleras de caracol del servicio. Mis primos me llamaban...no los oía. Únicamente quería liberar a Riley de su cárcel de volutas verdes. Cuando llegué, la puerta estaba cerrada por dentro. Las llamas lamían los batientes sin quemarlos; la intensidad de los gemidos había aumentado. "¡Riley! ", grité. Tomé impulso y me dejé caer contra la puerta una, dos, tres veces. A la cuarta, las hojas se abrieron y me encontré en el centro del dormitorio: Riley yacía con un extraño ser del color de las llamas que había visto desde el jardín.  Mi inocencia me impedía entender lo que estaba sucediendo. Sólo supe que la fricción de sus cuerpos provocaba el incendio, y que aquellos dos no debían quererse mucho,  ya que de esa forma espantosa gritaba mi hermana;  no poco daño debían estar haciéndole. Así pues, creyendo que la salvaba, y superando por amor el miedo que la criatura me producía, me lancé sobre ella y mordíle con toda mi alma. Con asco, sentí cómo se desprendía el bocado, piel y escamas. La criatura aulló y sin dejar de correr saltó al tejado, y desde allí al estanque, donde desapareció.
Poco después,  en la época en la que florecen los cerezos, se celebró un baile en la casona. Parecía increíble,  pero Riley la intelectual,  Riley la incorpórea,  Riley la celestial,  iba a comprometerse con un oficial de la marina. ¡Menuda noticia! ¡Ella que nunca había salido de su cuarto! ¡Ella que sólo había conocido a dos hombres: su viejo preceptor y su padre! Las gentes se hacían lenguas del jugoso chisme. La solterona Riley,  con sus caderas rectilíneas, menos fértiles que el desierto de Atacama, la fea Riley, con su cara alargada y pálida de pez luna, iba a casarse. ¿Y quien sería el afortunado? En cambio la hermanita, la tonta,  ésa era una delicia, un scone con mantequilla...
Odiaba todos esos comentarios, porque me dolía que se burlaran de mi hermana. Riley poseía un espíritu superior y estaba por encima de cualquier crítica. Yo no sólo la consideraba lista, sino además muy bella; poseía lo que me faltaba a mí,  y mucho más,  e iba a ser muy dichosa con el hombre que había elegido. Comenzaba a cogerle cariño por el cariño que le profesaba Riley...
Como digo, se celebró el baile de compromiso. El ujier iba anunciando a los hombres por la derecha y a las mujeres por la izquierda y en el pasillo central se daban la mano y se dirigían hacia el bufé. Cuando nombraron al prometido de Riley...se me heló la sangre en las venas. Salió un minuto antes que ella, y en ese tiempo pude examinarle bien. ¡Era la criatura bajo apariencia humana! Sus mismos rasgos, su misma complexión, sus mismos ojos sin párpados,  y una discreta venda cubriendo la herida que mi boca le había hecho...
Después de la boda, jamás volví a verlos. De esto hace tanto...pero no puedo evitar pensar en ese cuadro en la casona,  en el pie verde y amarillo que caminaba hacia el lago de aguas rojas, buscando sumergirse en su destino. Ella nunca fue real, ella era ese cuadro, ese pie, ese anfibio que hay también bajo mi piel rosada, en apariencia humana. Pero como ya he dicho, éramos muy diferentes: ella eligió la libertad, yo la tierra y mi ridículo disfraz de mendiga. Una historia a cambio de una moneda...


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