jueves, 1 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 1

¡Cuánto cuesta convocar recuerdos que pertenecen a otros! Es una labor delicada, porque lo que se ha de contar no pertenece a uno mismo, y requiere profunda labor de investigación que incluye, si es posible, entrevistas con los contemporáneos a los hechos en los que participaron activamente o fueron testigos. Para un moderno habitante del Rouen del siglo XXI, parece increíble que una muchachita imbuida de entusiasmo fuera entregada a las autoridades y quemada en la plaza pública a la vista de todos. Inaudito que sus propios antepasados fueran los artífices del martirio de la inocente virgen. Ahora, aquel suceso es contemplado como una verdadera salvajada,  si bien los estudiosos en sus cátedras de Historia y Teología tratan de explicarlo dentro del contexto político y social de la época.  ¡Las guerras de religión! ¡El perenne enfrentamiento entre Inglaterra y Francia!  Y una niña de por medio utilizada según los intereses de unos y otros. He dicho antes que para investigar los hechos objeto de estudio es conveniente hacer entrevistas a los coetáneos supervivientes;  en el caso de Jeanne D'Arc, los testimonios se disuelven en la nada, y numerosos documentos relativos al caso han sido manipulados y destruidos, cuando no vegetan en una especie de enorme tela de araña de donde nunca salen. Pero yo, que no diré quién soy, porque no importa, yo que soy nadie, he tenido la inmensa suerte de tropezar por casualidad con un manuscrito,  oculto por siglos, y que lleva la marca de la letra de su autora, la doncella de Orleans, así como algunos dibujos y esbozos: la cabeza de un caballo, los tejados de una ciudad cualquiera, y una bandada de pájaros del que destaca, volando feliz sobre una muchacha en flor,  uno que ella llama, con letras más grandes que el resto, La hirondelle d'or. Que este manuscrito pueda ser apócrifo,  es una posibilidad, y es por ello que anónimamente lo he enviado a la Universidad de París,  donde lo están sometiendo, quiero pensar, a múltiples pruebas caligráficas. Sin embargo, no creo que llegue a vivir para conocer los resultados, así que he decidido compartir mi material con propios y no tan propios, si quiera sea en su forma literaria, es decir, con su poquito o su muchito de fantasía añadida, en espera de que se confirme lo que yo,  con una fe que mueve montañas,  creo que es cierto.
La editora, o quizás el editor. O los editores, si varios son.
"Me levanto antes de que amanezca desde que poseo memoria. Cuando era pequeña, tenía mucho miedo de que no saliese el sol al día siguiente, y que mis trabajos quedaran sumidos en la más profunda de las tinieblas; las estrellas me parecían melancólicas,  el cielo un lienzo lacrimoso; tropezaba y caía sobre las balas de heno y más de una vez me cortaba con el filo de la cerca. El agua del pozo estaba helada y quemaba mi rostro...y, sin embargo,  siempre amanecía. Yo, en mi inocencia, creía que esto era a causa de mis rezos, como si el orden cósmico dependiera del De profundis clamavi. Entonces, ¡La Creación era tan hermosa!  Él todavía no me había hablado, pero yo sentía un calor dentro de mi pecho que me alimentaba, incluso cuando me iba a la cama con un triste puerro en el estómago. Ya era su hija; me dormía en sus brazos. Princesa predilecta me hacía sentir de un reino legendario, al que sólo se accedía mediante la piedad y el ascetismo. De lo primero di múltiples muestras. Aquel becerrito deforme...pasé con él cuanto tiempo pude y le contaba cuentos, y le cantaba y finalmente, para acabar con su sufrimiento,  invoqué a mí Padre,  y coloqué mis manos sobre su hocico, dio un resoplido,  convulsionó y acabáronse aquí sus pesares, y comenzó su felicidad ultraterrena...ahora debe estar pastando en las praderas del Edén,  trotando con su cuerpo nuevo y perfecto, criatura divina...Recuerdo que tampoco quería cortar flores, porque pensaba que tenían alma. De forma muy primitiva aún,  había descubierto el Alma Universal de que todo, en mayor o menor proporción,  formaba parte. Por ejemplo, si el animal o el objeto eran pequeños,  tendrían un alma diminuta, pero igualmente participaban del Espíritu, eran obra de mi Padre, hermanos míos,  como hermanos míos eran Pierre, Jacquehim,  Jean y Catherine.
Comencé,  muy temprano,  a dedicar mis faenas campestres a mí Padre. Trabajaba con ahínco y nunca me quejaba de mi suerte. Algunas niñas de familias acaudalada aprendían las primeras letras con su preceptor particular; por unos francos más, música con violín y clavicordio. Cuando cruzaba la avenida principal,  en verano, los balcones abiertos para que entrara el fresco en las orgullosas casonas, escuchaba, aguaderas en ristre, brazos en cruz como alegre penitente, aquellas notas melodiosas, aquellos labios pronunciado palabras como lenguas de fuego. Y todo mi ser se regocijaba,  porque imaginaba que era yo esa niña, que era yo todas esas niñas. Desde el arroyo hasta mi choza, alegre penitente, imaginaba.
En esa época,  amigos invisibles alborozaban mi existencia por lo demás monótona. Un gran árbol en el jardín nos servía de refugio. Sólo yo podía verles, eran tan bellos...alas irisadas crecían en su espalda y, traviesos, volaban sobre mí y luego se dejaban caer, mofletudos y exhaustos,  en la verde yerba,  entre los lirios cuyo peso liviano sostenían. En mis sueños, ellos eran mis más afectos compañeros: jugábamos a la rueda hasta perder el aliento y reíamos, reíamos...Luego sus manecitas coronaba mi frente con ramas de espino trenzadas, igual que yo había visto en el crucificado del altar de la iglesia de Domrémy. Y me decían,  con sus vocecitas blancas de amorcillos: "Jeanne, vas a morir". Despertaba, ahogando un grito. Gotas de sangre en mi almohada...
Proseguían los trabajos, los juegos clandestinos,  los rezos. Cada día era una exacta reproducción del anterior, con la excepción de que, según la estación,  el paisaje variaba. Yo me criaba extraordinariamente fuerte y sana, aunque de complexión delgada. Era alta para mis años, mas no desgarbada. Despreciaba la vanidad y no tenía espejo en mi estancia; tampoco en los claros manantiales me miraba cuando lavaba la ropa, ni un cristal reveló mi rostro, ni un retrato dejó escritos mis rasgos. Pero yo sabía que era bonita, porque me había hecho mi Padre, que bonitos eran mis ojos verdes y bonita era mi nariz recta, y bonitos mis labios carnosos, mi cabellera rubia y mi sufrido cuerpo, acostumbrado al trabajo. Más yo, simplemente,  lo aceptaba como parte de un pacto y no presumía de ello, como presumían las mozas al volver de las eras, con los pómulos enrojecidos de vergüenza, rodeadas de muchachos ansiosos. Hablaban de baile, de fiesta. Cambiaban sus trajes de labor por largas faldas de vuelo y graciosa camisa rizadilla en las puntas,  con toques de almidón en el cuello, y danzaban, danzaban, danzaban con sus galanes, mientras yo seguía jugando con mis amigos invisibles.
Cuando me hice mujer, pensé ingresar en un convento, pero mi padre tenía otros planes para mí. Quería casarme con un hombre mucho mayor, Hugues Le Pont, viudo y con tres hijas, la menor mayor que yo dos años. Al conocer la noticia, huí de casa y me refugié en el presbiterio de la iglesia. No me encontraron sino hasta la semana siguiente,  en estado salvaje y semiinconsciente. ¿Quién me había estado ocultando, y ayudando? A mí venían imágenes del crucificado bajando de su atrio, su pecho abierto para consolar y sus pupilas refulgentes para perdonar...
El matrimonio no se celebró y yo pude seguir con mi vida en los campos. Pero ya mis amorcillos alados no venían,  ni invisibles jugaban, ni en mis sueños aparecían... En su lugar, los niños que tornábanse en zagales competían entre sí por ganar mi corazón. Los unos suspiraban; los otros languidecían; todos eran rechazados con violencia por aquélla a la que comenzaban a apodar "La Doncella" o, como se dice en mi tierra, "La Pucelle". Cierto día,  un hidalgo acertó a pasar por la finca de mi padre y, habiéndose hecho eco de mi frigidez, quiso domarme como a un potro sin dueño. Me tomó por la cintura, me atrajo hacia sí y me dio un beso que me dejó sin defensas. Creo que quedé ciega un tiempo, que mis piernas temblaban y eran como el algodón de azúcar de la feria de Greux, y creo que yo le correspondí. Esto duró sólo un instante, porque enseguida me acordé de mi Padre y del pacto y del orden divino y del universo, y con una patada certera aparté al caballero de la Doncella. "Una cosa quiero que tengáis clara: amé,  amo y amaré sólo a mí Padre, así que id vuestra vía, buen señor, y que Dios os bendiga", dije. "Merecida tenéis vuestra fama, Pucelle", respondió, frotándose sus partes nobles. Y marchó.



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