miércoles, 14 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 7

¡Qué hermosas las cabalgaduras de los comandantes y lugartenientes del ejército armagnac! ¡Qué bello el polvo del luengo camino, impregnado en nuestros pies y en los cascos de los caballos! ¡Cómo lucían las sencillas ropas, la ausencia de plumas y armiño!  Los protagonistas eran el verano, la catedral y Charles lentamente ascendiendo la escalinata, seguido de lo más granado de su corte. Y la doncella de Orleans sudando en su armadura, pero radiante, sonriendo a cara descubierta, porque era el día más feliz de su vida. Ondeaba, como de costumbre,  el estandarte real de Francia,  tan cerca del Delfín que éste pudo ver en su ajado tul las marcas de cada batalla...y los cantos gregorianos, desde el coro, y el incienso y la curia que rodeaba a Charles y lo sentaba en el trono, para después bendecir la corona, ¡ésa misma por la que han muerto tantos de mis hombres, con tal de que Charles la llevara en su cabeza! Emocionada como una niña contemplé al Delfín transfigurado con las vestimentas color azul real, que eran como una prolongación de la cúpula celeste, y con la capa que tanta prestancia y porte de mandatario le otorgaba. Ungido y coronado, terminada la misa, fui la primera en rendirle honores. "Dios y Vos, Majestad", le dije, abrazándole estrechamente. Las voces no se habían equivocado. Ante mí tenía al Rey de Francia,  y pronto sería soberano de todos los franceses.
Para ello, consideraba que Charles debía liberar París del dominio inglés y quise utilizar como conducto a su aliado el duque de Borgoña, quien ni siquiera se había dignado a asistir al acto de coronación,  pese a que le fueron enviadas invitaciones con suficiente antelación.  En esta nueva misiva, y siendo muy consciente de que los borgoñones eran traidores y enemigos a la causa de Francia y de su nuevo Rey, propuse al duque una tregua,  y me atreví a sugerirle que dirigiese sus ansias batalladoras contra el mahometano,  un pueblo de fe equivocada y torticera, odiador de las imágenes sagradas y apóstata.  "En cambio, nosotros que somos hermanos de religión y de suelo, debiéramos estar unidos en la causa".
Los emisarios del duque no se hicieron esperar, y el mismo día de la coronación se pactó una tregua menor que no llegó a durar quince días,  y cuyas premisas no satisficieron a nadie de los nuestros; al final sirvieron para que el duque de Borgoña restituyera sus antiguas alianzas con Bedford, regente de Inglaterra. Consciente de esto, el Rey ordenó movilizar el ejército,  con la Pucelle en el puesto de vanguardia, y cercamos las ciudades y villas cercanas a París. Avanzamos sin problemas por el territorio,  pero encontramos una resistencia muy enconada en Montépilloy. Recuerdo nitidamente aquellos inabarcables arcos y a los arqueros esperándonos con los músculos tensados, aguardando a que el capitán diese la señal del disparo; algún día inventarán una máquina para congelar las imágenes que en el cerebro se generan y el ojo capta. De momento sólo puedo describir la escena tal y como quedó grabada en mi retina. Detúvose el tiempo; cientos de medias lunas atravesadas por cerbatanas de hierro, cuatro veces el tamaño de nuestros convencionales arcos, nos apuntaban. A mí sus portadores me parecieron inmensos sagitarios, animales fabulosos de crines trenzadas y pupilas de hielo. Se disponían en abanico, desde la esquina hasta el patio, en bella y siniestra formación. Y cuando disparaban, parecía que bailaban arqueros, arcos y flechas. Pero ganó Dios.
Después de todo un verano rondando París,  finalmente arribamos a Saint Denis,  villa vecina donde aguardamos la venida de Charles para lanzar un ataque firme y rotundo contra la capital, tan llena de anglófilos borgoñones que parecía imposible vencerla. Intentamos la ofensiva por la puerta de Saint Honoré y peleamos con mucho vigor y el ardor de un verdadero ejército cristiano...el demonio borgoñón fue más fuerte. Muchos murieron, otros resultaron heridos, entre ellos yo, y el Rey decidió,  contra mi voluntad, la retirada. Aún me restaban fuerzas para luchar, y así se lo agradecí a mi Padre Celestial cuando volví a Saint Denis y me senté,  la pierna lacerada bien guarnecida por gasas y vendas varias envueltas en una bota de seda amarilla,  a rezar ante la cruz arriera donde escuché, una vez más, las voces: "Se acerca el final, Jeanne.  ¿Puedes ver tu premio? Es el Paraíso". Y no me dolía la pierna, y la golondrina de mi corazón cantaba.


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