lunes, 5 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 3

¡Ay de mí!  Cierto que entonces no me importaba morir; era mi alto destino, y a la Parca no temía.  La muerte es asunto común en estos tiempos: asedios, guerras, plagas, sobrepartos,  infanticidios,  raptos, garrote vil y cadalso para los reos...Píntanse cuadros y escríbense versos que, desde la Francia, parten hacia Europa que les da su forma en el idioma del país que los acoja, y el flaco fantasma del terror recorre el continente de uno a otro lado, sin que fronteras pesen...Lo que verdaderamente provocaba en mí el pánico era sufrir y hacer sufrir a los que me querían: esto lo detestaba.  Cuando miraba a mí madre, tan inocente, tan incapaz de cometer una fata, tan piadosa, algo se me rompía dentro. Porque aunque yo no tenía hijos, y nunca los tendría,  me dolía su dolor más que cualquier otro, porque comprendía que su amor y su sacrificio eran los más grandes. Ella me dejó partir. Mi padre, egoístamente,  pero también llevado por el afecto, deseaba retenerme,  creyendo, así,  que podría burlar un destino más fuerte que todos nosotros. Pero ella, pequeña y frágil,  desgastada de tanto labrar la tierra, levantó los brazos, como liberándose de sus cadenas, me dio paso franco y me dijo: "Vete, Jeanne, vete. Vive la France! ". Y se cuadró militarmente, como un soldado ante su superior. Pero cuando iba a preguntarle: "¿Qué hacéis,  madre?", ella ya había hundido la cabeza entre los hombros, como era su costumbre, y marchaba tímidamente camino de la despensa, para obsequiarme con un zurrón repleto de viandas.
Y aquí comienza la historia de Jeanne D'Arc,  la Doncella de Orleans,  la que entrará en la leyenda militar por haber liberado el mencionado sitio, un enclave crucial en manos de los ingleses,  y que yo entregué a Francia.  ¿Cómo una pobre muchacha de extracción campesina,  inculta por añadidura, pudo comandar un ejército conformado por soldados profesionales, curtidos en los campos de batalla? ¿Cómo esos hombres rudos obedecían ciegamente,  sin cuestionar una orden proveniente de La Pucelle?  Sin duda ellos sabían,  de algún modo, que yo era una enviada de Dios, que Dios hablaba a través de mí,  y creían que me había otorgado el don de la clarividencia.  Yo sólo actuaba con mucho amor hacia mi Hacedor, y seguía sus dictados. Apenas sabía leer de corrido y, sin embargo, descifraba los mensajes que interceptábamos al enemigo; no conocía la geografía de mi país pero interpretaba los mapas con facilidad pasmosa; jamás había usado una espada, pero me pareció su empleo un simple juego de niños. Y esto era obra de mi Padre, que todo provee, y que me espera a las puertas de la Gloria, mañana.
¡Orleans,  Orleans,  la más luminosa etapa de mi viaje terrenal en calidad de soldado de Dios! Más adelante tendré ocasión de narrar el asedio y la pírrica victoria. De momento volvamos al principio de la épica aventura que protagonizó esta pobre campesina. Conforme a las voces, pude convencer a mí tío Durant de que me llevase a Vaucouleurs, donde se hospedaba el comandante Richard de Baudricourt con la guarnición armagnac. Cuántas veces le advertí que Orleans corría grave peligro, no quiso prestar oídos,  y cuando le dije que los franceses sufrirían una gran derrota en el cerco de la ciudad no se rió a mandíbula batiente por pudor al gentío que nos rodeaba en la plaza. Le imploré que me condujese hasta el Delfín Charles,  pues tenía un mensaje que darle, un mensaje procedente de nuestro Padre Celestial,  acerca de su coronación en Reims. Baudricourt volvió la grupa de su caballo y, desdeñoso,  se puso en camino hacia Orleans,  donde le esperaban los restos del decrépito ejército francés.  De allí volvió pálido y desencajado, y no obtuvo descanso hasta tenerme enfrente y señalarme con el dedo. "¿Qué clase de sorcière sois vos? ¿ Qué hechicería o magia os ha revelado la debacle de los armagnac en Orleans? " "Ningún truco puede ser lo suficientemente grande como para compararse con el poder del Redentor". "Id con Dios, Pucelle.  Contáis con mi bendición,  que seguro no necesitaréis,  pues tenéis la de Él". Ya venían pequeños grupos de fieles a adorarme como a una santa cuando mi Padre me habló de nuevo y me dijo que debía proseguir camino hacia Chinon, corte del Delfín. Para cubrir mis espaldas, Baudricourt me había asignado una escolta de seis hombres. Dos de ellos, Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, estarían conmigo hasta el final, acompañándome en cada batalla. ¡Jean, Bertrand,  mis queridos amigos, mis hermanos! Jean, ¿Estaréis vos en la plaza cuando prendan el fuego? Bertrand, ¿Contendréis vuestro llanto? ¡Con cuánto respeto me tratásteis,  vosotros dos que me creísteis! ¡Y cuánto habéis contendido para que también os creyera el Tribunal, lo sé,  lo sé,  a pesar de esta torre y a pesar de estos grilletes! 
Cuando nos conocimos, Jean era muy joven. Vasallo del Delfín y de sangre y corazón muy nobles, me sorprendió en su rostro una mirada azul y limpia como un lago glaciar, antiguo y tranquilo. No necesitaba hablar demasiado; en realidad, apenas conversamos tres o cuatro frases juntas. Su expresividad residía en aquellos dos lagos gemelos y en apariencia fríos,  pero ¡Cuánto amor había en ellos! ¡Cuánta desesperada entrega! ¡Cuánta inquebrantable fe! Una tarde me encontraba en el campamento trazando círculos en el mapa que representaban, a escala, cercos de ciudades. Los lagos glaciares me saludaron agitando sus milenarias olas, y de repente, mi mano desnuda fue atrapada por su mano revestida con guantelete.  "Soy vuestro,  Jeanne", balbució.  Y me miró,  y me taladraron sus ojos, y me morí. 
El amor entre los hombres es hermoso porque viene de Dios, como todo lo que existe.  Yo ya sabía desde muy niña lo que era amar y ser amada por mi Padre, y era a través de este amor como amaba lo que me rodeaba. Era una pirámide perfecta y cualquier afecto cobraba sentido si lo colocaba en el lugar correcto. Pero este sentimiento, ¿Qué era? ¿Dónde estaba? Desde luego, fuera de la pirámide de oro de los afectos, donde había colocado tiempo ha el beso del hidalgo en el jardín.  Pasé largo tiempo cavilando,  sintiéndome traidora, sucia, queriendo acariciar la mano que Jean había tocado para después cortármela y arrojársela a los gajos.  El pobre Jean lloraba porque se creía culpable de mi sufrimiento,  y también porque sabía en su fuero interno que habría de conformarse con ser mi escolta, mi compañero de armas y,  llegado el momento, mi casto amigo. Pero al cabo de varios interminables días, ambos tuvimos el mismo sueño. Un gavilán que volaba muy alto cruzando un bosque de castaños graznaba: "El amor entre los hombres es hermoso porque viene de Dios, como todo lo que existe". Y entonces yo vi a Jean en una pirámide de luz y Jean me vio a mí en ella; ambos estábamos hechos de oro, y éramos la parte que le faltaba al otro. Pero se abría un pasillo muy estrecho ante nosotros y no cabíamos los dos, y el se detuvo en la entrada, me besó en la frente y me dejó marchar.  "En la próxima vida, Jeanne", dijo, sus extraños ojos dibujando remolinos que amenazaban con arrastrarme a su fondo. "Sí", respondí. La visión desapareció, y despertamos al unísono. No hicieron falta palabras para podernos entender.
Bertrand ya frisaba los treinta años; de figura algo oronda, pero todavía gallarda, descendía de una larga dinastía al servicio de la corte francesa en calidad de cancilleres y coperos reales. Elegante como pocos, se paseaba por el campamento con su caballo árabe vestido con calzas y jubón de velludo azulnegro e impecable camisa con brocado de hilo de plata en los puños y el cuello. Infelizmente casado con la hija de un comerciante, adoraba en cambio a sus tres hijos, de los que hablaba con orgullo a todo trance. El mayor, Bertrand, estaba destinado al ejército -cosa que su madre deploraba,  porque odiaba las guerras-. El segundo, Christoph,  a la Iglesia -cosa que su madre deploraba, porque odiaba al clero. Y la menor, Rose Marie Claire, a la familia Raimond-Philippe,  con cuyo hijo Desmond desposaría alcanzados los catorce años -cosa que su madre deploraba,  porque quedaría completamente sola-. Con el único propósito de hacerla rabiar, Bertrand le decia: "Cuando llegue ese momento, ingresa en un convento, Christine. Allí no hay guerras, ni sotanas, ni soledad. Tampoco encontrarás muchas ocasiones de pensar en tonterías". Pero no era sólo Christine objeto de sus mofas. ¡Bertrand se reía de su sombra! Como un animal diminuto encerrado en una gigantesca concha marina, el sonido de su risa se multiplicaba y tenía que agarrarse el vientre para no partírse en dos. Entonces, las carcajadas escapaban a borbotones, y se le mojaba los ojillos, hacía trompeta con la nariz y los mofletes se le encarnaba. Yo pensaba que un poco de diversión no nos haría daño, y pedía perdón a Dios por nuestras ofensas, por si acaso.


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