sábado, 10 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 5

"Gran Señor, Delfín de Francia y futuro Rey y Alto Soberano de todos los franceses:
mi nombre es Jeanne D'Arc, tengo diecisiete años y soy soldado de su Alteza por obra y gracia de Dios. Noticias ya os habrán llegado de mi deseo de tomar parte en el asedio de Orleans, que los ingleses rendirán y pondrán bajo el trono y dominio de su Alteza para mayor gloria de nuestro reino. Estoy viajando hacia Vos a través de territorio enemigo,  y es al pie de las murallas de Sainte Catherine donde os escribo esta carta, tras haber vivido no pocas calamidades y sufrido algunas tribulaciones. Pero todas ellas habrán válido la pena si mis ojos de campesina pueden contemplar vuestro esplendoroso rostro, aquel que por derecho de nacimiento ha escogido nuestro Padre Celestial para gobernar la Francia fuerte y unida que vuestros súbditos anhelan. Os rogaría,  si os pluguiera, que nos recibiérais en audiencia, a mí y a mis lugartenientes, que por su Alteza, por Francia y por Dios están dispuestos a morir. 
La paz sea con Vos.
Jeanne la Pucelle".
El príncipe no quiso verme ni recibirme sin probarme primero. No se fiaba, hombre práctico, de los presentes de amor que yo le mandaba, ni del halo de misticismo que en torno a mí se iba creando, y que sus mismos procuradores, ministros y presbíteros se encargaban de exagerar. Pensó el Delfín Charles que yo muy bien podría ser una impostora o incluso una espía enemiga con ansias de manchar con su sangre mis manos...lo opuesto al amor es el miedo. Miedo tenía el rey no coronado cuando se intercambió las ropas con uno de sus sirvientes, y lo sentó en su sillón en medio del salón de ceremonias, y se ocultó entre el gentío, con tal de que yo no le viese, para dejarme en evidencia y denunciar ante todos que yo no era quien realmente decía ser. Pero entraba en el salón con media armadura y espada, de manera que mi cabeza de mozalbete rubicundo resaltaba por su brillo dorado y por ser más alta que el resto, y la luz se concentraba en el pelo y en las piezas metálicas que protegían mi cuerpo. Se hizo el silencio, un silencio muy espeso y como de ultratumba; sólo se oía el resonar de mis pasos, los escarpes golpeando firme y rítmicamente en el suelo. Me detuve en el décimo banco, bajo el crucero. Sentado en el segundo asiento, pequeño como un ratoncillo, un paje hacía todo lo posible por pasar desapercibido. "No es menester que sigáis aparentando, Alteza. Cada cual debe ocupar el lugar que le pertenece. Dios nuestro Padre me ha revelado vuestro escondrijo". Y el menudo Delfín de Francia se levantó,  dio órdenes y nos quedamos solos. "Decidme vuestro nombre, muchacho", pidió.  "Soy Jeanne la Pucelle,  Alteza", respondí.  Y le hice una reverencia a la oriental, postrándome ante él,  porque ansiaba comparar su grandeza con la de Darío o Alejandro, de los que Jean y Bertrand tanto me habían hablado. Pero él me levantó del piso, no sin esfuerzo. "Dejad el protocolo, Mademoiselle la Pucelle. Ni siquiera he sido aún coronado". "Lo seréis. Yo, que vivo fuera del tiempo, ya os considero como si portárais el cetro real de Francia". Me miró fuertemente intrigado, con sus negras pupilas ardientes muy concentradas en mis respuestas. Y no pude evitar decirle: "Dios lo quiere".
El príncipe confío en mí y me asignó escolta, pero la caótica corte de Chinon estaba tan dividida en torno a la cuestión de si la Pucelle era una enviada de Dios que quisieron resolverlo con un interrogatorio en Poitiers. Allí,  teólogos venidos de todos los rincones de la Francia no ocupada me preguntaron sobre las voces, y yo respondí de nuevo al dictado de esas mismas voces que para la ocasión escuchaba. Nunca opiné,  ni entré en debate con el tribunal, ni cuestioné en modo alguno fe o credo. "Soy portadora de un mensaje, y sé que mis días están contados, y sé que cuando haya concluido mi tarea moriré bajo martirio. Así está escrito. Dios habla a través de mí,  y yo no puedo hacer otra cosa que escucharle, y decirle a otros lo que ha dicho". "¿Y qué os ha dicho?, inquirían. "Que conduzca al Delfín hasta Reims, donde será rey coronado". Pero la asamblea insistía en obtener una prueba de que yo era la enviada de Dios, y no supe responder otra cosa sino que me fuera asignado un ejército bien pertrechado con el que levantaría definitivamente el asedio de Orleans.  Y un doctor en leyes, abogado de la corte por añadidura, quedó espantado y traslúcido como un espectro. "¿Qué tenéis,  señor?", pregunté.  "Sois vos, Dios os guarde, sois vos". Y murmuró algo al oído del asambleario sentado a su diestra y anotó presuroso en el pergamino.  "¿Qué tenéis,  señor? ", insistí.  Y entonces me señaló y gritó: "¡La maga que anunció Marie d'Avignon! " En demasía me alteré yo al escuchar la palabra "maga", porque los magos y hechiceros salían malamente parados cuando se topaban con la justicia. "No soy una sorcière,  mi señor", me defendí,  con sobriedad. "Sólo un instrumento divino. El eco humano de la voz de mi Padre Celestial". "Conforme", prosiguió,  mientras la pluma volaba sobre el pergamino. "Hace un siglo, Marie profetizó que vendríais, que tomaríais un ejército,  y que salvaríais Francia de los ingleses". Mucho quedé aliviada de que todavía no me mandasen a la hoguera, pero otro padre dominico quiso morderme los pies y me preguntó con extraño acento en qué dialecto se manifestaban las voces. Como fuera arrogante en sus maneras,  yo me acaloré y respondíle: "En uno tan puro que ni aun vos podríais imitar". Y luego rogué que me diesen mi ejército,  y el número de soldados lo decidiera el Delfín.  El tribunal abandonó la sala para deliberar, y entretanto vi que una ventana se abría y por ella entraba una golondrina y se posaba en mi hombro. Cuando salí de Poitiers,  tenía mi ejército,  el crédito del Delfín y una golondrina dorada que a mí alrededor cantaba: "Jeanne, Jeanne..."


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