sábado, 3 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 2

Eran frecuentes en aquella época las fiebres tercianas,  y con las fiebres, los delirios. Pero yo ya he dicho que mi naturaleza era robusta y jamás caí enferma...hasta que cumplí los trece años. Mi padre ahorraba conmigo los jornales de tres braceros; parecía estar hecha de un material más resistente,  como si el barro de mi carne mortal hubiese cocido un punto más en el horno del Gran Alfarero. También mis ideas me parecían más avanzadas, tanto, que no me atrevía a pronunciarlas en la mesa, por respeto a mí progenitor.  Éste sostenía que debíamos rendirnos ante los ingleses, para así poner fin a la guerra, larga ya; yo, en cambio, deseaba una Francia organizada y unida para combatir a los enemigos y expulsarlos de nuestro territorio.  Una Francia grande, y libre...¿Qué hubiera pensado Jacques d'Arc? ¡Un sinsentido! ¡Locuras de juventud! Desde mi escapada, no me quitaba el ojo de encima, y hasta tengo la sospecha de que me espiaba. Así que yo disimulaba, y comulgaba con ruedas de molino.
Mi gente era profundamente católica; acudíamos a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar. Las mujeres íbamos envueltas en sencillos trajecitos de hilo coronados por un velo de encaje. La familia D'arc, encabezada por el patriarca, se encaminaba hacia la misa nada más llegar hasta sus oídos el segundo toque de campana. Ocupábamos el séptimo banco de la nave lateral derecha, junto a la hornacina que custodiaba la efigie de María Santísima. Era su faz blanca como la espuma, y de sus párpados semientornados se escapaban lágrimas como el Lucero del Alba. La frente inclinada, como resignada al dolor, el rictus de su boca inmaculada y las manos de dedos larguísimos cruzadas sobre el vientre que había dado luz al Redentor me llenaban de un pavor espantoso. El resplandor de las velas alrededor de la imagen sumida en negritud, ahora lo sé,  era un aviso de mi propio y próximo final. ¡Ay! ¡Aquélla era una visión infernal, como la de la plaza donde mañana me van a quemar, y que desde mi celda veo, invocando a mí Padre Celestial! La Virgen también me hablaba, y como los ángeles de mi infancia me decía: "Jeanne,  tú vas a morir". Y abría los brazos, y en la extensión de su gran cuerpo, ancho de mil leguas, se fraguaba el martirio. Y yo me refugiaba en su regazo infinito, transita de miedo, y ella me susurraba, con su voz de miel y tomillo: "Vas a morir de amor". Un domingo, los D'arc se prepararon para acudir a misa de maitines. Mi madre, extrañada de que su Jeanette,  siempre la primera en levantarse, no acudiera a la cocina con los otros, subió a mí cuarto y golpeó quedamente con los nudillos. Al ver que no contestaba, golpeó más fuerte, pero tampoco obtuvo respuesta. Alarmada, llamó a mi hermano mayor para que echase la puerta abajo. Cuando entraron, allí estaba yo, incapaz de moverme, hablando un lenguaje incomprensible y temblando de fiebre. Mi padre fue a buscar al sacerdote, creyendo, hombre piadoso, que su pobre hija estaba endemoniada. El buen monsieur l'ábbé, reputado teólogo formado en Hazebrouk, viajero infatigable y experto conocedor de los Santos Lugares, se sentó junto a mí lecho, escuchó atentamente y afirmó,  temblando tanto o más que yo: "Vuestra hija campesina, muchacha que no ha salido de Domrémy,  que no tiene más letras que aquéllas que caen desde los balcones de los ricos mientras ella cruza el pueblo, cargada como una mula, para ir por agua, y que estudian los niños que, por nacimiento,  han tenido más suerte que ella, vuestra hija sin escuela (¡Aunque cómo le gustaría tenerla,  y cuánto más le aprovecharía que a esos otros asnos imposibles de desasnar! ), está parlamentando en arameo". Mi padre se hacía cruces. "¿Qué está diciendo?", preguntó.  "Que acepta su destino, porque no para otra cosa ha venido a la tierra Jeanne D' arc", respondió el sacerdote. "¿Y qué destino es ése? ", quiso saber Pierre,  frotándose el hombro dolorido. "Sólo Dios nuestro señor lo conoce", dijo. 
Me recuperé en parte, pero desde entonces no volví a ser la misma. Las hercúleas fuerzas de la juventud me abandonaron, y quedé en la casa con la rueca y el huso, completamente sola pero rodeada de presencias que adivinaba en todas partes,  aún sin verlas...Vacilante salía al jardín y escuchaba a los pájaros piar. Parecía que decían: "Jeanne,  Jeanne". Y los altos árboles,  cuyas sombras se extendían por el patio a medida que avanzaba la tarde, agitaban sus ramas,  llamándome: "Jeanne,  Jeanne". En el interior de mi ser seguía existiendo un pequeño universo redondo, maravilloso,  pleno, eléctrizante,  que me conectaba con lo que había más allá de mi piel. Yo hablaba, y era comprendida. Yo estaba triste, y era con solada.  Me llamaban loca, y no me importaba,  porque aquél no era mi reino. La Pucelle en su humana hechura era sólo tránsito,  como un río...
No me extrañó mucho, por eso, que un mediodía una voz clara y poderosa me asaltara en el jardín de los D'arc. Ya estaba acostumbrada a las apariciones sobrenaturales, a las visiones, a que la Creación toute entière me hablase. Pero ésta, o estas voces -porque se sobreponían- eran diferentes.  No salían de mí, sino que poseían entidad propia. Parecían flotar en el jardín y procedían del lado de la iglesia, y las bordeada una intensa claridad muy, muy suave y bella, como la que rodeaba a mis amigos invisibles, cuando niña, pero mucho más potente aún, como corresponde a la jerarquía de los ángeles que están más cerca de Dios. Muchas veces esta voz vino a mí;  yo la esperaba en el patio, hilando, y cuando sentía los muros temblar, y como música de cornetines sonar, echaba a correr en dirección a ella, y con un cazamariposas pretendía atrapar la luz  y bailaba, mi largo cabello al viento, como rubio trigo esparcido en la era. Y la luz me daba calor,  y me decía: "Prepárate para cumplir tu destino". "¿Cuál habrá de ser?", preguntaba yo. No me respondía,  mas me mostraba una armadura bruñida con su espada y el estandarte real de Francia, y el arcángel Miguel en su frente. Otras voces de mujer cantaban, con dulcísimo acento: "Libera a Francia, Jeanne, libera a Francia". Yo quedaba clavada en el sitio, porque esto mismo era lo que me había ordenado mi Padre cuando me hallaba postrada en la cama, traspuesta de fiebre. Éste era mi destino: morir de amor por un país que ni siquiera existía, un país imaginario, y que se hallaba en manos de los ingleses, que no pararían, con el auxilio de sus aliados, hasta hacer rodar mi cabeza.

Fuente de la imagen: infocatolica.com

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